Niños respondones que visten según el dictado de la última moda. Veinteañeros incapaces de madurar y proyectarse hacia el futuro. La adolescencia ha trascendido sus fronteras para aterrizar en otras etapas de la vida. Los motivos combinan inevitables transformaciones sociales y un estilo de Educación que anima a vivir la libertad sin responsabilidad.
Si fuera un país, la adolescencia tendría poca historia (no fue teorizada hasta principios del siglo XX) y un desmedido afán invasor. Sus vecinos –la niñez por abajo; la juventud por arriba– la mirarían con pavor ante sus constantes acometidas por conquistar nuevos territorios. Protestarían ante la ONU y la acusarían de no conformarse con sus fronteras naturales, límites biológicos que la sitúan, aproximadamente, entre los 13 y los 18 años.
En su defensa, la adolescencia aduciría que las sociedades occidentales llevan décadas obligándola a que se prolongue más allá de esa franja de edad. Y que, de forma más reciente, han surgido circunstancias que también justifican su pujante irrupción en los dominios de la infancia.
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